lunes, 21 de enero de 2008

Sangre en la Luna

Dicen que cuando la luna se ve roja al salir, alguien va a morir esa noche. No es que yo lo creyera, en realidad me es difícil creer en muchas cosas. Por eso me reí tan cínicamente aquella vez que, tomando un café, Serena me dijo casualmente mientras miraba el cielo:
“Dicen que cuando la luna se ve roja al salir es porque alguien va a morir esa noche.”
Al principio no lo tomé en serio, pero al ver que ella parecía esperar una respuesta, no pude evitar soltar la carcajada. Es obvio que no era la reacción que esperaba: sus mejillas se colorearon de enojo y estuvo a punto de vaciarme el café caliente encima, pero mi teléfono sonó y se contuvo para poder gritarme a su antojo cuando colgara. No llegó a hacerlo, y su enojo se desvaneció al ver la expresión de mi cara; la llamada era de mi secretaria, mi socio se había accidentado; estaba estable pero decidí ir al hospital. Me levanté para irme y alcancé a escuchar la voz de Serena:
“En realidad yo no lo sé... eso dicen.”
Al llegar al hospital las noticias eran tranquilizadoras, él parecía estar bien pero lo iban a tener al menos toda la noche en observación. No había nada qué hacer ahí y decidí irme a casa, pero en la puerta de hospital me detuve unos segundos y no pude resistirme el mirar hacia el cielo, hacia la luna que ahora brillaba plateada sobre la ciudad. A pesar de lo que los médicos habían dicho, no pude evitar un escalofrío al pensar en las palabras de Serena. Esa extraña sensación estuvo conmigo en el camino a mi casa, aún cuando me acosté por fin a dormir... sólo para despertar un par de horas después por el timbre del teléfono: mi socio acababa de morir. No supe ni qué contesté en ése momento, sólo recuerdo que pasé el resto de la noche, hasta el amanecer, junto a la ventana, mirando la luna roja a través del cristal.

Un par de años después, Serena y yo salíamos de un restaurante. Mientras buscaba algo en su bolsa, Serena volteó hacia el cielo y, en un tono casual, dijo:
“Dicen que cuando la luna se ve roja al salir es porque alguien va a morir esa noche.”
No sé porqué lo dijo en ese momento, y con las mismas palabras que la primera vez, pero en esta ocasión no me causaron gracia en absoluto. Miré hacia arriba: la luna brillaba roja por entre las negras nubes, un efecto un tanto escalofriante. Claro, yo había aceptado (más bien me había convencido) que la muerte de mi socio un par de años atrás había sido sólo una coincidencia, aunque una muy desagradable; cosas que pasan. Pero esta vez, aún por irracional que sonara, las mismas palabras a la luz de la luna roja me llenaron de un temor inexplicable. Supongo que Serena lo notó, porque se apresuró a decir:
“Perdón, no quería asustarte pero, bueno, es que eso dicen.”
Pasé las horas más interminables de mi vida, pensando que la última vez alguien sí había muerto, pero conforme pasaban las horas y la luna comenzó a alzarse brillante y plateada sobre la ciudad, el temor se fue desvaneciendo... hasta que llegué a mi casa. Había toda una multitud de curiosos en torno a la puerta y, al acercarme, un policía preguntó si era mi casa. Sentí que me faltaba el aliento, así que sólo asentí. “¿Mi esposo?” alcancé a preguntar en un murmullo. El policía no contestó, pero me abrió camino hacia el interior de la casa, hasta que un paramédico se acercó y, sin mirarme a los ojos, dijo: “Hicimos lo que pudimos. Lo siento.” El resto es una escena borrosa. Recuerdo que regresé al jardín y pasé un momento (o pudieron haber sido horas) mirando la roja luna que brillaba en el cielo.

Después del funeral llevé a Serena a su casa. Mis nervios no habían estado muy bien, pero esa noche me sentí extrañamente en calma, como si todo a mi alrededor fuera una película a la que yo sólo asistía como público. El viento soplaba húmedo y frío, y la noche era oscura por las pesadas nubes que cubrían el cielo.
“¡Qué nochecita!” comenté roncamente al llegar frente a la casa de Serena. Ella volteó al cielo y dijo:
“Sí, ni siquiera ha asomado la luna. ¿Sabes? Dicen que cuando la luna se ve roja al salir...”
“...alguien va a morir esa noche.” completé. Algo en mi voz debió alarmarla, pues volteó a verme con los ojos desencajados y la cara pálida, pero antes de que pudiera reaccionar, ya me había bajado del carro. Abrí la puerta y la saqué a jalones, la llevé hasta su casa como pude (no recuerdo muy bien todo lo que hice) y, una vez adentro, la maté. Salí de mi casa con calma, con el mismo sentimiento de irrealidad que tenía cuando llegué. Lanzando una última mirada al cadáver de Serena, dije:
“Yo, en realidad, no lo creo, pero eso dicen.” Y volteé hacia el cielo, observando cómo la luna, que acababa de salir de atrás de una nube, se iba tiñendo del rojo color de la sangre.


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