Antes de que empiecen las críticas, sólo una palabra de contextualización de la siguiente entrada: fue redactada aproximadamente en abril del 2005, yo estaba ardida con un tipo que nunca me peló aunque le confesé de más de una manera lo mucho que me gustaba... de hecho, usó cada una de esas declaraciones para burlarse de mí frente a sus amigos... qué mala suerte que yo le gustaba a casi todos sus amigos.
Había una vez una luciérnaga. Era chiquita y tal vez parecía poquita cosa, pero ahí estaba.
Un día, al voltear al cielo, miró algo que nunca había visto: un papalote de color azul que alguien había dejado amarrado por ahí. Con las ráfagas del viento, el papalote subía y bajaba. Este papalote le llamó la atención y se acercó a él, pero justo cuando lo alcanzaba ¡puf! El papalote se desamarró y salió volando lejos de ella.
La luciérnaga quedó inmóvil, sorprendida por un momento, pero decidió seguir al papalote. Entonces echó a volar, lejos muy lejos, alto muy alto.
Había avanzado muy poco cuando vio algo abajo. El viento había disminuido un poco y decidió asomarse a ver, antes de seguir persiguiendo al papalote. Al llegar a poca distancia del suelo, vio algo muy curioso: una oruga, gordita e inflada, de rostro bonachón.
- ¡Hola! – dijo la oruga – Hola, pequeña lamparita. ¿Quieres acompañarme? Voy muy lejos, hacia el sol naciente, y tú me pareces una buena compañera. Ya se lo pedí al abejorro, pero estaba muy ocupado con su abeja y no quiere ir, ¿qué dices tú? ¿Quieres acompañarme?
La luciérnaga se negó y se alejó siguiendo el papalote, lejos muy lejos.
Pero no había avanzado mucho cuando se encontró con alguien más: un mapache, travieso e insolente pero muy divertido, dinámico y panzoncito, con manchas oscuras alrededor de los ojos, a guisa de antifaz o de anteojos.
- Hola – dijo el mapache – Hola, insecto volador. Acompáñame. Tú alumbras, serías muy útil en la oscuridad de la noche y me divierte ver cómo tu cuerpo parpadea. Acompáñame.
La luciérnaga se negó y se alejó siguiendo al papalote, alto muy alto.
Poco después, la luciérnaga vio a alguien que conocía: un saltamontes risueño, que pasaba el tiempo lanzando cosas a los demás.
- Hola – dijo el saltamontes – Hola, vieja conocida. ¿Vienes? Vamos a arrojarle piedras a las vanas mariposas. Vamos a aventarle semillas a las codiciosas hormigas. Vamos a divertirnos. Vamos ¿Vienes?
Pero el papalote se alejaba y esta vez la luciérnaga ni siquiera respondió, sino que voló siguiendo al papalote, lejos muy lejos.
Ya había volado mucho y el papalote no se acercaba. Seguía volando y un día pasó junto a un búho. Él la miró.
- Hola – parecía decir – Hola estrellita. ¿Quieres detenerte? Hablemos. Yo sé que el papalote se aleja, pero tú ¿no quieres detenerte?
La luciérnaga ya no supo qué decir… ¿En realidad valía la pena perseguir al papalote? Había ido tan lejos por tanto tiempo, dejando atrás tantos compañeros… ¿valía la pena?
En ése momento, el papalote se atascó en unas ramas y se detuvo, aunque sólo por un momento, y después siguió volando. Eso decidió a la luciérnaga.
“Sí” pensó “Sí vale la pena. No sé por qué ni sé hasta cuando, pero voy a seguirlo.”
Y se fue tras el papalote, siguiéndolo, alto muy alto.
Siguió volando y él no se detenía ni parecía disminuir la marcha. Pero ella seguía volando y volando tras él, hasta que le pareció haber dado la vuelta al mundo, pero él no se detuvo nunca. Y entonces la luciérnaga miró hacia abajo y se encontró volando sobre una pradera, y ahí vio a todos los que había dejado atrás: la oruga, el mapache, el saltamontes, el búho… y ellos la miraron.
- Hola – le gritaron – Hola, soñadora. ¿Por qué lo sigues? ¿Por qué no te convences de que él no se detendrá? ¿Por qué no vienes con nosotros que te esperamos y te queremos? ¿Por qué lo sigues?
Y la luciérnaga no respondió, pero pensó: “Por tonta. Porque tal vez un día se detenga el suficiente tiempo y lo suficientemente cerca para ver o siquiera adivinar sus colores, su dibujo. Porque yo sé que soy una tonta porque él no se detiene y aún yo voy a perseguirlo… A seguirlo mientras pueda… Lejos muy lejos… Alto muy alto…”
Un día, al voltear al cielo, miró algo que nunca había visto: un papalote de color azul que alguien había dejado amarrado por ahí. Con las ráfagas del viento, el papalote subía y bajaba. Este papalote le llamó la atención y se acercó a él, pero justo cuando lo alcanzaba ¡puf! El papalote se desamarró y salió volando lejos de ella.
La luciérnaga quedó inmóvil, sorprendida por un momento, pero decidió seguir al papalote. Entonces echó a volar, lejos muy lejos, alto muy alto.
Había avanzado muy poco cuando vio algo abajo. El viento había disminuido un poco y decidió asomarse a ver, antes de seguir persiguiendo al papalote. Al llegar a poca distancia del suelo, vio algo muy curioso: una oruga, gordita e inflada, de rostro bonachón.
- ¡Hola! – dijo la oruga – Hola, pequeña lamparita. ¿Quieres acompañarme? Voy muy lejos, hacia el sol naciente, y tú me pareces una buena compañera. Ya se lo pedí al abejorro, pero estaba muy ocupado con su abeja y no quiere ir, ¿qué dices tú? ¿Quieres acompañarme?
La luciérnaga se negó y se alejó siguiendo el papalote, lejos muy lejos.
Pero no había avanzado mucho cuando se encontró con alguien más: un mapache, travieso e insolente pero muy divertido, dinámico y panzoncito, con manchas oscuras alrededor de los ojos, a guisa de antifaz o de anteojos.
- Hola – dijo el mapache – Hola, insecto volador. Acompáñame. Tú alumbras, serías muy útil en la oscuridad de la noche y me divierte ver cómo tu cuerpo parpadea. Acompáñame.
La luciérnaga se negó y se alejó siguiendo al papalote, alto muy alto.
Poco después, la luciérnaga vio a alguien que conocía: un saltamontes risueño, que pasaba el tiempo lanzando cosas a los demás.
- Hola – dijo el saltamontes – Hola, vieja conocida. ¿Vienes? Vamos a arrojarle piedras a las vanas mariposas. Vamos a aventarle semillas a las codiciosas hormigas. Vamos a divertirnos. Vamos ¿Vienes?
Pero el papalote se alejaba y esta vez la luciérnaga ni siquiera respondió, sino que voló siguiendo al papalote, lejos muy lejos.
Ya había volado mucho y el papalote no se acercaba. Seguía volando y un día pasó junto a un búho. Él la miró.
- Hola – parecía decir – Hola estrellita. ¿Quieres detenerte? Hablemos. Yo sé que el papalote se aleja, pero tú ¿no quieres detenerte?
La luciérnaga ya no supo qué decir… ¿En realidad valía la pena perseguir al papalote? Había ido tan lejos por tanto tiempo, dejando atrás tantos compañeros… ¿valía la pena?
En ése momento, el papalote se atascó en unas ramas y se detuvo, aunque sólo por un momento, y después siguió volando. Eso decidió a la luciérnaga.
“Sí” pensó “Sí vale la pena. No sé por qué ni sé hasta cuando, pero voy a seguirlo.”
Y se fue tras el papalote, siguiéndolo, alto muy alto.
Siguió volando y él no se detenía ni parecía disminuir la marcha. Pero ella seguía volando y volando tras él, hasta que le pareció haber dado la vuelta al mundo, pero él no se detuvo nunca. Y entonces la luciérnaga miró hacia abajo y se encontró volando sobre una pradera, y ahí vio a todos los que había dejado atrás: la oruga, el mapache, el saltamontes, el búho… y ellos la miraron.
- Hola – le gritaron – Hola, soñadora. ¿Por qué lo sigues? ¿Por qué no te convences de que él no se detendrá? ¿Por qué no vienes con nosotros que te esperamos y te queremos? ¿Por qué lo sigues?
Y la luciérnaga no respondió, pero pensó: “Por tonta. Porque tal vez un día se detenga el suficiente tiempo y lo suficientemente cerca para ver o siquiera adivinar sus colores, su dibujo. Porque yo sé que soy una tonta porque él no se detiene y aún yo voy a perseguirlo… A seguirlo mientras pueda… Lejos muy lejos… Alto muy alto…”
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