El que reía mostró las cicatrices. ¿Te gustan?, preguntó mientras mostraba todos los dientes. El otro no supo qué contestar ante el horror de las marcas. Quiso gritar pero la voz se le ahogó entre las muelas. Quiso moverse pero su cuerpo se sentía como debajo del agua. El que reía se le acercó, recorriendo con los dedos las cicatrices. Pensaba en unas parecidas, dijo, un poco más pequeñas para que crezcan con el tiempo, para que tomen un color más natural, para que se confundan con la piel por momentos, para que parezcan parte del diseño. Sí, el diseño, repitió rechinando los dientes, mientras se acercaba más al otro. El otro quiso retroceder pero el cuerpo lo traicionó y en lugar de alejarse se acercó. El que reía levantó una mano de cruda madera gris y sus dedos crujieron mientras se acercaba más y más, sacando la lengua y riendo, riendo estruendosamente, riendo hasta que se secó su garganta y más que risa era un croar lo que escupía su boca llena de dientes. El otro quiso protegerse pero entonces reparó en que llevaba la piel descubierta. Abrió la boca para protestar. El otro que reía se apostó como una sombra sobre él y comenzó a arañar la piel con las ramas, a abrir los canales de la sangre por toda la superficie que halló libre, a dibujar las heridas que harían las cicatrices. El otro que reía continuó con su labor y comenzaron por fin a fluir los gritos, gritos agónicos de sangre borboteante en que el aire quemaba la garganta al pasar hacia la boca. El otro que reía culminó su labor con un gruñido salvaje de brutal satisfacción mientras el otro que gritaba desahogaba los pulmones con la mirada perdida. El otro que reía se frotó las manos y tronó los dedos con su sonrisa chueca. Y el otro que gritaba era yo.