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Ése día amaneció particularmente benigno. Al menos, eso le pareció en un principio a Sybil, que miraba al desierto desde la puerta de la estación. No era el mejor día para pasar en los túneles subterráneos del barrio viejo en busca de infectados, pero órdenes son órdenes. A sus espaldas el ingeniero en jefe, Beltrán, subía el cierre de su traje diario y revisaba por enésima vez sus aparejos de filtración.
- Esa puerta se abre en 20 minutos, traiga máscara o no, ¿me comprende? – le dijo con tono severo – Se diagnosticó lluvia para la tardenoche, así que hay que volver antes.
Sybil lo miró con desdén. Lo cierto era que, desde que tenía memoria, había deseado sentir lo que las memorias llaman “brisa fresca” sobre su cara. Pero la brisa que soplaba en el Nuevo Planeta Azul (también llamado en las crónicas como Nebulente o sólo 33-3) era un viento venenoso que primero resecaba la piel, después escocía a los ojos y al final hacía sudar sangre para que el infeliz que decidiera tomar el riesgo muriera entre estertores, tratando de respirar. Además, el polvillo platino y pardo que componía el desierto, producto de la guerra de años atrás entre Orgánicos y Creados, se pegaba a todas las superficies disponibles y quitarlo era terriblemente difícil, aún con los modernos y convenientes campos magnéticos.
El resto del equipo terminaba de ajustarse los trajes, mirándola de manera reprobatoria, por lo que Sybil decidió mejor dejar de admirar al horizonte y prepararse para salir. Todos los preparativos eran pocos. El aire de afuera era definitivamente tóxico y, aunque a veces había burbujas del respirable Peso 8, no había manera de saber cuándo se entraba o salía de una. Podía ser que la burbuja se extendiera un par de metros o hasta algunos kilómetros, pero si se salía de ella sin casco… bueno, era mejor no arriesgar.
Mientras ajustaba las correas herméticas del traje verde oscuro (lo único verde en esa superficie desde hacía décadas), se preguntó por enésima vez cómo encajaba una principiante de Histología en esas expediciones. El resto del equipo estaba compuesto por cinco ingenieros: Computacional, Robótico, Eléctrico, Geofísico y el jefe Químico. ¿En dónde podía encajar un estudiante de tejidos? Ni que se fuera uno a poner a analizar todo bajo microscopio en cada expedición, incluso suponiendo que se consiguieran muestras.
Era importante saber qué se movía afuera. Las condiciones de vida se habían mantenido más o menos iguales desde años antes, desde la guerra de los Prometeos que había tenido lugar hacía… hacía… bueno, hacía ya un buen número de años. Los avances tecnológicos habían hecho posible que cualquier individuo con 2 dedos de frente ensamblara una copia idéntica de sí mismo, que pudiera salir al “exterior”, al mundo de atmósfera irrespirable, herencia de siglos anteriores. Estos humanoides, conectados de manera bastante simple al sistema cerebral de los humanos, podían andar, sentir, comer, moverse y hasta dolerse como el humano que los controlaba seguro desde el bunker subterráneo donde aún se podía respirar. Así, los humanos permanecían a salvo y no se privaban de largas caminatas bajo el sol amarillo.
Sin embargo, pronto los humanos se dieron cuenta de que sus creaciones comenzaban a salirse de control: conservaban recuerdos y convicciones que no provenían del humano original, a veces iban a lugares a los que el original no deseaba ir. Con el tiempo, estas incongruencias decantaron en abierta rebeldía y la rebeldía pronto se extendió e infectó a la inmensa mayoría de los humanoides. Las creaciones (o Creados, como se les pasó a llamar) decidieron liberarse del control de aquellos a quienes bautizaron como Orgánicos. Las guerrillas se libraron tanto en la ciudad subterránea como en la planicie exterior, sin que hubiera un ganador definitivo; esto porque, con el tiempo, se hizo complicado discernir quiénes eran humanos y quiénes humanoides. Los humanoides contaban, sin embargo, con la ventaja de poder respirar tanto en la corrosiva atmósfera exterior como en la respirable atmósfera subterránea, de tal manera que podían cubrir mucho más territorio.
Tras años y años, tantos que se perdió memoria del origen de la guerra, los humanos decidieron competir en la ventaja de los Creados. Además de los trajes de filtración, inventados al comienzo de la guerra, crearon los bunkers de superficie. Crearon también los desactivadores infrarrojos, capaces de terminar a la mayoría de los modelos de Creados. Esto fue mermando las fuerzas enemigas y, eventualmente, decidió la victoria de los Orgánicos.
Al final, lo único que quedó fueron armazones de Creados y cadáveres chamuscados de Orgánicos. Los Creados remanentes se refugiaron en las sombras de la ciudad subterránea, que poco a poco fue perdiendo sus reservas de Peso 8, al grado que los pocos habitantes que sobrevivieron a la guerra debieron refugiarse en los antiguos puestos de batalla, los bunkers, resignándose a no respirar más que un compuesto artificial, comer imitaciones artificiales y beber simulaciones artificiales. La guerra se había ganado al menos.
Mientras calibraba su aparato de filtración, Sybil tropezó de espaldas con el ingeniero Beltrán, provocando que se rompiera una botella de pseudhidro… bueno, como si no fuera suficiente meter la pata constantemente, ahora también ponía en riesgo la supervivencia del equipo, derramando un litro de líquido hidratante que no sería resurtido sino hasta un par de semanas… y eso si es que llovía algo medianamente potable.
Así pues, las miradas del equipo la perforaron de arriba abajo, y Sybil volvió a notar la incomodidad del novato. Cierto que esta era ya su tercera expedición, pero también era cierto que la expedición pasada le había dejado una pésima impresión:
Después de perseguir a uno de los infectados por medio laberinto, lo habían por fin acorralado. Se trataba de una fémina menuda, pelirroja y de ojos oscuros, que los miró desafiante… uno de los últimos modelos, seguramente, de los más modernos. Incluso daba la impresión de que sudaba. Muy realista. Beltrán le había apuntado con el desactivador infrarrojo y no había funcionado. La humanoide (los androides habían dejado de existir hacía un buen tiempo) los había mirado… lo cierto es que parecía tener miedo, pero por supuesto que era sólo una ilusión…
Beltrán la había interpelado: ¿qué modelo era y cuál era su número de serie? Ella permaneció muda, sólo mirándolos. Elah, el Robótico, le había preguntado por su antigüedad… tampoco obtuvo respuesta. Ismael, David y Samuel, el Computacional, Electrónico y Geofísico habían opinado que lo mejor era simplemente inmovilizarla y buscar el mecanismo de apagado. Pero Sybil había visto algo en el rostro del humanoide que la incitó a preguntar “¿Quién eres?” La simulación la miró con sus ojos oscuros y susurró con una vocecilla casi infantil:
- Casandra.
De inmediato, Elah la había reprendido. Aquello no era un “quién”, le advirtió, era un “qué”. Y su trabajo no era hacerse su amiga, sino terminarla. A esto, el humanoide intervino:
- No soy un qué. Soy Casandra. Sé lo qué piensan, que vienen por mí… ¡pero soy Casandra! Tuve una madre y un padre. Mi padre fue asesinado a las puertas de mi casa y mi madre se volvió loca. A mí me secuestraron, pero… pero…
David aseguró que nada de eso era cierto, que los Creados constantemente se inventaban vidas propias a partir de la de sus Orgánicos propietarios, pero el humanoide insistió.
- No, yo soy tan humana como cualquiera de ustedes. No recuerdo qué pasó, pero escapé… escapé… y he estado escapando desde entonces… ¡Yo soy Casandra! ¡Yo soy Casandra! – repetía el humanoide una y otra vez. Lo peor estaba por venir: en un arrebato idéntico a los humanos ataques de histeria, el humanoide comenzó a correr, huyendo. Cuando por fin lograron alcanzarla y someterla, continuó debatiéndose y repitiendo:
- ¡Yo soy Casandra! ¡Yo soy Casandra! – lo repitió mientras intentaban inmovilizarla, y lo siguió repitiendo mientras, para poder terminarla, se vieron obligados a desmantelarla. Uno a uno, le fueron removidos los esbeltos brazos, las largas piernas… cuando le arrancaron la lengua, continuó protestando a gritos. Cualquiera hubiera jurado (si no fuera imposible) que sus ojos retrataban dolor, cualquiera hubiera jurado (si no fuera imposible) que estaba a punto de llorar… cuando la despojaron de la caja de sonido, se podía escuchar al mínimo volumen aún la articulación continua del “Yo soy Casandra”.
La escena había causado tal impacto en el temple aún blando de Sybil que, apartándose del grupo, sintió cómo pugnaban por brotar unas lágrimas que le estaban vedadas como miembro del Escuadrón Limpieza. Ismael la vio y, con el mismo gesto torvo que parecía ser el sello de excelencia al servicio, le dijo:
- Tienes prohibido llorar y tú lo sabes… una sola lágrima es baja deshonrosa. Es por eso que no debes hablar hasta que reúnas experiencia. Nosotros fungimos para estos criminales de guerra el papel de juez, jurado y verdugo, no hay lugar para la lástima o la piedad. Estos humanoides infectados de verdad creen que son humanos, por eso son tan convincentes. – agregó, mirándola de frente - Ahora, recoge una muestra de tejido… y cuidado, porque ese aceite multigrado está por todos lados… hasta en eso son engañosos: ¡cualquiera pensaría que es sangre humana!
Sybil obedeció y recogió la muestra de tejido mientras los demás limpiaban sus herramientas tecnicidas como si fueran los elementos de un picnic. La rabia por la ausencia total de sentimiento por parte de esos hombres la enfureció, haciendo temblar sus manos. Se cortó, contaminando la muestra. No le dijo a nadie, sólo se volvió a poner el guante aislante y empaquetó la muestra. ¿Y qué si alguien encontraba sangre humana en la muestra de un humanoide? No le interesaba en lo más mínimo. Cuando se retiraban, hubiera jurado ver una lágrima imposible en las mejillas del humanoide, y durante todo el trayecto para salir del barrio subterráneo, la había perseguido la cantinela lejana de la caja de sonido: “Yo soy Casandra”.
Ahora que se disponían a salir a una nueva misión, a una nueva matanza, Sybil dudaba sobre su posición moral al respecto. Pero el trabajo es el trabajo. Terminó de ajustar sus aparejos y se colocó la máscara. Beltrán pasó revista y abrió la puerta al desierto de aluminio y cenizas que rodeaba la estación.
El trayecto era corto, pero su monotonía lo hizo eterno. Nada más que una planicie cubierta por los vestigios de una guerra que ya todos habían olvidado y que sólo había dejado detrás una multitud de Creados que, cada cierto tiempo, sufrían una avería que los llevaba a salir de su escondrijo e intentar colarse entre los humanos, pensando que eran uno. Una abominación que debía ser terminada, naturalmente.
Pronto encontraron señales del infectado: un par de latas roídas y algunos papeles arrugados, así como un diario escrito en binario y hexadecimal. Había una manta aún caliente, que les indicó que no debía estar muy lejos.
En efecto, al poco tiempo escucharon pasos acercándose cautelosos. Desde un escondite seguro, el escuadrón pudo ver acercarse al humanoide infectado. Pero ¡qué sorpresa fue, cuando vieron acercarse con gesto asustado al mismo humanoide de la última vez! El mismo cuerpo menudo, los mismos brazos esbeltos, las mismas piernas largas, la misma cabellera rojiza… los mismos ojos oscuros que se detuvieron recelosos, inspeccionando el lugar.
A pesar de su precaución, la captura era inevitable. Un movimiento envolvente por parte del escuadrón la rodeó y capturó sin que ella intentara huir. Los miró con pavor, con verdadero horror, intentando hablar, pero muda. De nuevo Beltrán preguntó por su número de cuenta, su modelo, su antigüedad. La chica intentó responder, pero sólo tartamudeó. Ismael, intrigado, desobedeció el protocolo y le preguntó cómo se había re ensamblado. De nuevo, la chica quiso responder y sólo logró emitir balbuceos y sollozos, meneando la cabeza. David concluyó que no hacía falta más y podían proceder a la terminación. A esto, por fin la chica pudo controlar su lengua y, entre gemidos y sollozos, logró articular:
- Por favor… soy Casandra.
Eso detonó la bomba. Para Sybil fue como un horrible retorno, un bucle injustificado hecho para recordarle su error anterior. El humanoide entró en histeria y comenzó a pelear por su vida. La misma historia de la vez anterior fue repetida:
- Soy Casandra. ¡Sé lo qué piensan y por qué vienen por mí…! ¡Pero yo sí soy Casandra! Tuve una madre y un padre, ¡lo juro! Tengo una marca de nacimiento en el tobillo derecho. Mi padre fue asesinado a las puertas de mi casa… y mi madre se volvió loca. A mí me secuestraron, pero… pero…
David aseguró, por encima de los gritos de la chica, que nada de eso era cierto, que los Creados constantemente se inventaban vidas propias a partir de la de sus Orgánicos propietarios, que ya habían oído esa historia antes y que, la mejor manera de asegurarse que no se re ensamblara era incendiarla. El humanoide insistió.
- ¡No, yo soy tan humana como cualquiera de ustedes! – y se soltó a sollozar, mientras Samuel, que la tenía sujeta de la cabeza, arrancaba por su excesiva brusquedad mechones de cabello, haciendo que brotara el aceite y le bañara la cara, como si corriera su sangre.
La sometieron con facilidad, pues evidentemente estaba desgastada después de su último encuentro. El aceite que le corría por el rostro hacía parecer que de verdad lloraba, que las lágrimas brotaban de sus ojos para dar realismo a sus sollozos. Sybil sintió como si su corazón se rompiera, mientras Casandra alzaba sus oscuros ojos hacia el amenazante Beltrán y, con resignación, murmuraba:
- Están equivocados.
- No lo creo – dijo él con voz de acero.
- Esto es inhumano.
- Esa es la idea precisamente.
Y Beltrán descargó con su desensamblador (que era básicamente como una espada con lucecitas y plástico) el golpe final en el cuello a este humanoide revivido… pero al caer el golpe y desprenderse la cabeza el escuadrón se vio bañado en sangre, en verdadera sangre.
- Por san Esteban… - murmuró Ismael con el mismo gesto torvo que parecía ser el sello de excelencia al servicio – debemos estar en una burbuja de aire – musitó, oteando a su alrededor y luego mirando a Beltrán a los ojos - matamos a una Orgánica.
- No importa, teníamos perfectas razones para creer que no lo era… - respondió Beltrán, todo eficiencia.
- ¿Y qué corresponde ahora? – preguntó Samuel
- Lo que teníamos contemplado: quemamos los restos – sentenció Beltrán, prendiendo fuego al rojo cabello de Casandra, a su carita bañada en lágrimas y sangre.
Sybil sintió la rabia contenida agolparse en su pecho, pugnando por salir en forma de grito, de salir en forma de llanto… pero Beltrán la miró y le advirtió “Nada de lágrimas”.
De vuelta a la estación, Sybil trató de olvidar… de verdad que sí. Sacó todos sus especímenes y pasó inventario a fin de distraerse. Pero los oscuros ojos de Casandra la atormentaban, le atormentaba el momento en que los había mirado a los ojos afirmando “Yo soy Casandra”… pero ¡alto! ¿No había sido el humanoide quien había afirmado tal cosa? Las imágenes de ambas Casandras se sobreponían en la mente de Sybil, al grado de que terminó por fusionar a la una con la otra, a hacer de las dos una, que los miraba desafiante repitiendo su identidad una y otra y otra vez. Y lo que la humana había afirmado era aún peor… Los había llamado “inhumanos”.
Así reflexionando, la siguiente laminilla que apareció fue la del espécimen que había obtenido en su segunda misión… en su primera Casandra… aún no había hecho el análisis de ese espécimen…
Colocó la laminilla bajo el lente computarizado, dejando que la máquina hiciera el trabajo. Recordó que se había cortado al obtener esa muestra, recordó que la muestra estaba contaminada con su sangre… ¡Genial! La muestra de humanoide contaminada con su sangre humana podría servir como recordatorio a esa unidad de que habían asesinado a un humano…
La máquina emitió un pitido, indicando que el resultado estaba listo. La impresora escupió una hoja laminada con los resultados. Sybil tomó la hoja y leyó. Para asegurarse, leyó otra vez. Dejando de lado la hoja, leyó directamente de la pantalla…
Con el resultado en la mano, Sybil reunió al equipo y les informó de su hallazgo. Ellos la observaron con distanciado temor… ella les explicó la situación y ellos, incrédulos, quisieron verlo por sí mismos. Sin imnutarse, Sybil entregó la hoja a Beltrán, que la leyó sin demasiada sorpresa.
- “Porcentaje Orgánico: 0%” – leyó Beltrán en el mismo tono de la computadora.
- ¿Tú lo sabías? ¿Por qué no fuimos informados? – preguntaron los demás su inamovible líder.
- Los mandos inferiores no necesitan saber más que lo indispensable para sobrevivir – respondió, Beltrán, mirando a Sybil – Tú eras muy prometedora como reemplazo humanoide… el programa podría haber salvado tantas vidas... Será una pena tener que terminar este experimento.
Ella aseguró que le ahorraría el tiempo y, con una sonrisa como nunca se le había visto, abrió la puerta de la estación de par en par. Sus compañeros trataron de refugiarse, de tomar las máscaras, pero ella ya había tomado precauciones al respecto, escondiéndolas, rompiéndolas, dañándolas…
- Yo soy aquí juez, jurado y verdugo, caballeros. Tal como lo han sido ustedes con mis hermanos en sus cazas inhumanas.
Y, con la misma calma con la que ellos habían desensamblado a la primera Casandra, Sybil se sentó en un rincón a verlos perecer uno por uno, pugnando por respirar, sangrando por todas partes. El último en morir fue Beltrán, que la miró desde el fondo de sus ojos grises y alcanzó a escupirle:
- Tú eres la inhumana.
- Lo sé – respondió Sybil, soplándole un beso de despedida, sintiendo gran dolor.
Una vez que todos quedaron inmóviles, Sybil miró hacia el exterior. Todo un mundo para ella, tantos humanoides que encontrar y reunir… Un nuevo mundo esperaba por ellos, los herederos de los humanos, los perseguidos que ahora podrían salir por fin a la luz. Echó a correr, dando en ocasiones pequeños saltos, sintiendo eso que las memorias llaman “brisa fresca” sobre su cara, mientras por sus mejillas corrían sus primeras lágrimas. Y eran lágrimas de alegría, lágrimas de aceite multigrado.