viernes, 7 de diciembre de 2007

TERCERA LLAMADA

No, no, así no está bien. A estas alturas ya está cansando, señor director. También sus actores lo están. Pero el cansancio ya resulta irrelevante. También la gripa, la ronquera, los pies hinchados, el hambre, el calor e incluso el hastío. Todo pasa a segundo plano porque ya tienen la función encima y la obra no está como usted esperaba, señor director.

Los actores lo saben. A pesar del cansancio perciben que algo falla, algo que ninguno identifica pero que todos echan en falta. Y usted con una mayor añoranza, señor director, porque tras soñar y planear esta obra no puede menos que desesperarse cuando ve que aquello que soñó está cerca tal cual lo soñó, que su meta está a dos pasos, pero no alcanza a ubicar los peldaños para avanzar.

Por eso tanto ensayo. Por eso tantas correcciones. Por eso el ceño fruncido y los brazos cruzados y el mohín en la boca y la voz levantada. Por eso el interrumpir a mitad de una frase, el retomar desde el principio cuando van casi al final. Algo falta, algo falta.

Y ya está la función encima, señor director. Y usted aún no está satisfecho. Aunque no es que haya errores. La música está adecuada, el vestuario preparado, los actores interpretan sus papeles con profesionalismo: sus reacciones se ven naturales, sus tiempos son los correctos y, en general, logran vender la idea. No hay motivo de queja, señor director, a pesar de sus recelos. Por esta ausencia de fallas, señor director, usted pasa toda la noche anterior a la función inquieto, aunque finalmente decide que todo es producto del estrés y el cansancio. Con esto en mente, por fin se duerme.

En la función, usted apenas si tiene tiempo de respirar, señor director, con los preparativos de la obra. Hay que conectar el equipo de sonido, hay que instalar la escenografía y, obviamente, preparar a los actores, en resumen, hay que tener todo listo. Por eso apenas si habla con nadie. Apenas un par de palabras apresuradas para desearles que se rompan una pierna y a escena.
Al levantarse el telón, señor director, sus rodillas tiemblan. Ése algo que echaron en falta durante los ensayos, ¿lo notará el público? Pero entonces usted sí nota algo, señor director: que lo que se echó en falta… ahí está. De alguna manera ahí está, como estuvo siempre pero apenas perceptible, como el olor de una comida antes de que se levante la tapa de la olla.
Allí está toda la magia y la intensidad que soñó, señor director, allí está como estuvo siempre, pero ahora inflamada por las luces, la adrenalina, el escenario y por usted mismo, señor director, que ahora abre los ojos ante esto como un recién nacido bajo el sol.
Pero no. Algo no cuadra. Esas personas en el escenario no son sus actores, señor director. No pueden ser. Por ejemplo, la joven y fresca actriz ha sido reemplazada por una horrible bruja decrépita que provoca en el público (y en usted, señor director) estremecimientos de espanto. Los actores que apenas se soportaban en los ensayos han sido suplantados por una apasionada pareja de amantes que incluso a usted, señor director, les arrancan suspiros. Los simpáticos compadres no se ven, y en su lugar llegan un par de perversos tiranos, tan malvados que tiene que contenerse, señor director, para no lanzarse a los puñetazos.
¿Qué pasa, señor director? ¿En qué extraña dimensión, en qué desdoblado universo se ha metido esta noche después de la tercera llamada? ¿Por qué extraño azar estas personas han invadido su escenario y desplazado a sus actores? ¿De qué manera ha venido usted a ser testigo de semejante historia?
Cuando, después de todo un torbellino de agotadoras emociones, por fin cae el telón, los aplausos lo sobresaltan como la alarma de un despertador. Los extraños avanzan al proscenio para agradecer los aplausos y alguien lo jala, señor director, para que usted también reciba el reconocimiento del público. Como en un sueño, agradece los aplausos y, desconcertado, vuelve a las sombras para terminar el trabajo: hay que desmontar lo que se montó y, en una palabra, dejar todo como si un hubiese sucedido nada.
Pero sí que sucedió algo. Usted lo percibió, señor director. Por eso, cuando después pasa por camerinos, se queda de una pieza… ¡Ahí están! ¡Son sus actores! La jovencita se ha quitado la peluca y ha dejado el bastón, los amantes ya no son tales y no se dirigen la palabra, los malvados bromean en una esquina y hacen reír a sus compañeros. Allí están, siempre fueron ellos, señor director; sólo estaban curtidos por los ensayos, de tal suerte que ni usted los reconoció después de la tercera llamada.
Por eso, señor director, cuando queda programada la próxima función sus actores gimen de cansancio y usted mismo sabe que se avecina el temporal. Pero en los ojos de todos brilla el fuego de saber la intensidad de la hoguera que se desatará después de la tercera llamada.


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martes, 27 de noviembre de 2007

SIN TÍTULO

La acción se desarrolla el día de hoy en un siquiátrico cualquiera, en una ciudad cualquiera. Una habitación de paredes blancas con un escritorio al centro, dos sillas y una gran ventana a la izquierda; archiveros, certificados en las paredes, etc. Dos psiquiatras –M y H- se encuentran revisando papeles.

M: ¿Quién es el siguiente en la lista, doctor?

H: Es una paciente nueva. Su familia la trajo ayer. Dicen que desvaría y profiere incoherencias. No hemos podido diagnosticarla porque se niega a hablar y las pocas palabras que le hemos sacado sólo nos confunden.

M: Otra sicótica más, ¿ya la medicaron?

H: No, se niega a tomar medicamento también. Pero le pusimos camisa de fuerza.

M: Bien hecho, podría ser peligrosa. Bueno doctor, traigala.
(H sale un momento y regresa empujando a la paciente –P–, en camisa de fuerza, hasta un asiento. Ella camina con calma, se detiene sin decir palabra y no toma asiento)

M: Buenas tardes, paciente 30433

(La paciente la mira sin contestar)
H: Conteste, ¿dónde está su educación?

P: ¿Y dónde está la suya? ¿Qué clase de educación demuestra alguien que se refiere a una persona como una serie de números? ¿Sabe siquiera mi nombre? ¿Quién soy?

M: Su nombre no importa. Estamos aquí para estudiarla.

H: Ahora diga, ¿cuál es su problema?

P: Mis problemas, en plural. Y son muchos.

M: Bueno, ¿qué la trajo aquí?

P: Mi familia

H: ¿Su familia es un problema?

P: Yo no dije eso

M: Sí lo dijo

P: No, ustedes creyeron que eso quise decir, así lo interpretaron. Es extraño como nos comunicamos hoy en día, ¿no creen? Si en la televisión les dicen ‘compra Coca Cola’ no hay dudas en lo que les dicen y corren a la tienda a comprar Coca Cola. Si ustedes me dicen que me tome sus medicamentos y les hable de los traumas de mi infancia, esperan que haga lo mismo. Pero cuando pregunto ‘¿por qué?’ creen que juego con ustedes y me ponen camisa de fuerza.

H: No juegue con nosotros.

P: No juego con ustedes.

M: Se cree muy chistosa, ¿verdad?

P: Yo no, ¿y ustedes?

H: Creo que no se da cuenta de la seriedad de esto.

P: ¿Ah, no? Explíquenme entonces.

M: Usted está enferma. Su cerebro no funciona correctamente, y nosotros estamos aquí para arreglarlo.

P: No. Ustedes están aquí para meterme en camisa de fuerza, llenarme de fármacos y meter todo lo que les diga en cajones con etiquetas de ‘psicosis’, ‘esquizofrenia’ o ‘megalomanía’. Todo eso para ganarse el sueldo y dormir tranquilos, pensando en que ayudan a otros, pero ¿cómo saben si eso me ayuda? ¿Cómo saben en primer lugar que mi cerebro no funciona correctamente?

H: La ciencia…

P (interrumpiendo): ¡Ah, la ciencia! ¿Y eso qué?

M: ¿Eso qué? El saber, el conocimiento… ¡la ciencia, por Dios! Trescientos años de disciplina científica y usted me pregunta ‘¿Y eso qué?’

P: Sí. ¿Y eso qué? ¿Qué clase de conocimiento rebaja al humano hasta el punto de que se pretende ‘arreglarlo’ con ciencia, como si de un reloj se tratara? ¡Trescientos años de disciplina científica! ¡Trescientos años y seguimos siendo máquinas que bombean, aspiran y se descomponen! ¿La ciencia, por Dios? Bienvenida a la Edad Media doctora, la Edad Media en pleno siglo XXI; siga clamando a Dios y cuando él aparezca podré hacerle un par de preguntas. ¿El conocimiento científico? Usted siga tratando a sus pacientes como si fuesen relojes, y el día que encuentre dentro de uno tuercas, tornillos y resortes, entonces yo me clavo un destornillador en la cabeza para ajustarme el cerebro descompuesto.

H: Doctora, hemos encontrado un diagnóstico para esta paciente: está loca.

M: De remate

P (alzando los hombros): Siga en su simple mundo de rutina y monotonía. Yo me inclino a pensar que hay otras maneras de verme a mí misma, de verlos a ustedes, de ver la vida. En realidad, siento lástima de ustedes. Se aferran a la seguridad que les da su ciencia y no se animan a lanzarse al abismo y arriesgarse a ver qué encuentran, si es que encuentran algo.

H: En verdad está loca…

P: Tal vez al final de la consulta encontraremos la verdadera locura. ¿Yo estoy loca? ¿Quién es el loco? ¿Yo, que me niego a aceptarme como la paciente 30433; o el francés que nos decapitó? Nos dijeron que sólo somos razón y miren adónde nos ha llevado. Exterminamos especies animales, nos exterminamos los unos a los otros… Matamos al planeta en pro del sagrado individuo cartesiano… Pero sigamos, me parece que resulta educativo.

M: ¿Educativo? ¡Peligroso! No le quitaremos nunca esa camisa de fuerza.

P: Tal vez esta camisa de fuerza no me permita mover los brazos, pero es peor la que llevan ustedes, que no les permite estirar la mente.

H: ¿Cuál camisa de fuerza?

P: Para empezar, su Dios y su ciencia, y la poco saludable combinación entre ambos.

M: Entonces, ¿reniega de la ciencia?

P (burlona): ¿Renegar de la ciencia?

H: ¡Sí! Se esconde en un escepticismo que no le permite creer en nada, inclusive en una Institución como es la ciencia. Usted reniega de la ciencia.

P: ¿Qué les hace pensar que pueden ver dentro de mis ojos como si fueran puertas abiertas? (se libera de las mangas de la camisa de fuerza, que resulta ser una camisa normal, comienza a arremangarse la camisa) Yo no reniego de la ciencia, sino de aquellos que se escudan detrás de ella. El creer que podemos aprehender todo por medio de la ciencia no sólo es ingenuo, sino asesino y simplista. Reduce al mundo a una serie de números y operaciones matemáticas. Convierte nuestro entorno en una especie de prostituta dispuesta a venderse si se encuentra la fórmula y los algoritmos adecuados. Trata de encerrarnos a todos en una serie de leyes.

M: Es la manera que tenemos de saber cómo son las cosas y cómo seguirán siendo.

P: ¿Cómo seguirán siendo? Bienvenida a la Grecia Clásica, doctora. En vez de progresar, va usted para atrás. La Grecia Clásica en el siglo XXI. ¿Leyes para saber cómo son y cómo serán siempre las cosas? ¿Es usted igual el día de hoy a como era hace diez años? ¿Es usted igual en este momento a como era hace diez minutos? ¿No? ¿Y qué la hace pensar que si usted no permanece igual en diez años, lo que nos rodea permanece igual en los 4,500 millones de años que lleva de existencia la Tierra?

M: Bueno, obviamente las leyes son la visión ideal de lo que debería ser.

P: Y volvemos a Platón. Ideas e ideales, ¿y lo demás?

H: Se trata de entender al universo.

P: ¿El universo? Es una palabra muy grande.

H: Pero empezamos con lo pequeño y seguimos hacia lo más grande…

P: Y ahora pasamos de Platón a Aristóteles. Dígame, ¿alguna vez se ha enamorado? ¿Sí? ¿Cómo lo sabe? ¿Probó el amor, lo vio, lo escuchó, lo olió? No hablo de algo que usted interprete como amor, sino el amor como concepto, ¿lo ha percibido con alguno de los tradicionales cinco sentidos? Limitar el conocimiento humano a la razón o los sentidos es auto-mutilarnos. Siglos de filósofos y científicos y todo lo que pudieron hacer fue mucho bla, bla, bla sobre pensamientos y percepciones en vasos separados.

M: ¿Y usted piensa resolver…?

P: ¡Claro que no! Yo sólo soy una persona impertinente y molesta con muchas preguntas. A ver (señalando a la ventana) dígame, ¿qué es lo que ve?

M: ¿Cómo que qué veo? Pues… (agitando las manos)

P (imitándola): ¿Y qué es …? (agitando las manos)

M: Lo mismo que ustedes ven, así tal cual.

P (acercándosele): ¿Segura? (comienza a atarle las mangas de la bata como las de una camisa de fuerza)

H: ¡Es sólo un árbol!

P: ¿Sólo un árbol? Ella dijo que ve ‘lo que nosotros vemos así tal cual’. Pero, ¿en serio ve lo que nosotros vemos?

H: Pues… sí, ¿no? Un árbol.

P: Bueno, ya no es ‘lo que nosotros vemos así tal cual’ sino un árbol. Eso que nosotros vemos ya tiene nombre.

H: ¿Por qué tanta discusión por un triste árbol?

P: ¿Un triste árbol?

H: Pues es un árbol nada más.

P: ¿Un árbol nada más? Para usted tal vez. Para un carpintero puede ser una mesa. Para un pájaro o una ardilla puede ser un hogar. Para un constructor puede ser un obstáculo o una herramienta. Para cada uno puede significar todo eso. O puede que no. Pero un árbol ¿nada más? Bueno… (comienza a atarle las mangas de la bata como las de una camisa de fuerza) si usted lo dice. Pero que sea lo que es y nada más es quedarnos a la mitad, o tal vez más abajo. Yo puedo ser una loca megalómana, puedo ser una inconforme postmoderna, una adolescente confundida o una persona con mucho tiempo libre y muchas ganas de molestar. O puedo ser todas o ninguna. Pero no soy lo que soy y nada más. Ni ustedes tampoco. Tal vez no somos nada. Tal vez no existimos.

H: ¿Nada? (desesperado) Somos algo, ¡no podemos ser nada! (gritando) ¡Existimos! ¡Yo existo!

P: Tal vez sí, tal vez no. Tal vez ni siquiera somos ni fuimos ni seremos. Aferrarse a lo que somos, y sobre todo aferrarse a que somos, aferrarse a la existencia como el náufrago se aferra a su tabla… (ayuda a los doctores a levantarse y los guía hacia la puerta) Insistir desesperadamente en nuestra propia existencia y tratar de demostrarla con Ideas, con Leyes, con Ciencia… (abre la puerta) eso sí que es para volverse loco. (los doctores salen) ¿Quién es el loco aquí? (sale)


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domingo, 25 de noviembre de 2007

Carta

31 de agosto
Mi querido Amadeo:

Espero que te encuentres bien. Me parece que fue hace un siglo cuando nos despedimos; entonces no sabía todavía lo que haría de mi vida, y una parte de mí desea que me hubiera quedado contigo en tu isla, lejos del mundo que te mata poco a poco; algo dentro de mí insiste que pertenezco a tu mundo nocturno y cada día me parece que la brecha entre los dos se hace más pequeña. No sé lo que signifique, pero sí sé que no soy la misma, ¿a qué crees que se deba?

Te escribo con motivo de una pesadilla.

En ella me encuentro sentada, mirando de lejos a ése sujeto que tanto me aterra y de cual ya te hablé en otra ocasión. Mientras continúa con sus muestras de desdén y desprecio yo lo miro y el terror se une a un nuevo sentimiento: odio, un odio intenso que cae frío y relajante en mi interior. Comienzo a temblar, pero de una manera asombrosamente controlada; es como si ese odio que siento se canalizara a mis manos únicamente, haciéndolas estremecerse, pero mi cuerpo (y mi voz) permanecen quietos y logro mantener la serenidad. Levanto la mirada hacia el sujeto y lo observo fijamente. En ese momento deseo verlo muerto para que deje de asustarme. Entonces todo mi odio se levanta, y como una corriente eléctrica invisible -que siento por mi frente, mis dedos y mis ojos-, sale de mí y se dirige hacia el sujeto. Lo alcanza en algún lugar del pecho y la sangre sale de su nariz, sus oídos, sus ojos. Cae muerto al suelo, yo lo maté. Bastó con que yo decidiera que quería que muriera y todo pasó. Me acerco al cuerpo ensangrentado y me agacho junto a cadáver. Como para comprobar que es real, toco la sangre (más bien me lleno las manos con ella) y me la llevo a los labios. Su sabor me reconforta. Y el sujeto está muerto y no volverá.

Todo esto es asombroso, pero ¿sabes lo que más me sorprendió? El hecho de que no me arrepentía. Yo deseaba verlo muerto y mi odio lo mató, pero eso no me asustaba y ni siquiera me importó. No sentí asco de mí misma, ni siquiera lo vi como un crimen. En ese momento la muerte no despertó el mínimo sentimiento de culpa en mí, de hecho me gustó.

Fue cuando me desperté. Tenía la frente bañada en sudor y me sentía terriblemente cansada. Respirando con dificultad, pensé: “¡Qué extraña pesadilla!” Me aparté el cabello de la cara con las manos, y las sentí húmedas. Su olor me resultaba familiar. Me las llevé a la boca y de nuevo percibí ése sabor levemente amargo pero reconfortante. Entonces, como un gato, lamí mis manos teñidas de escarlata.

Por favor, escríbeme pronto.
Daelin


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miércoles, 21 de noviembre de 2007

Juguete para niños

El niño estaba sentado frente a la televisión. No debe creerse que fuera un mero vicio del infante. Era lo único que conocía, era su esposa, madre y amante secreta. Era la ley y el credo. No necesitaba separar la vista nunca: en la mañana el despertador era la televisión; mientras desayunaba, el plato se plantaba frente a la pantalla -lo mismo durante la comida y la cena-; vamos, hasta en la cama por las noches debía estar frente a la pantalla.
El niño estaba, pues, sentado frente a la televisión. Pasaban un programa entretenido... bueno, debía ser entretenido, dado que lo pasaban por televisión. Claro que el niño no podía saber si era entretenido o no, sólo veía, lo de menos era entender. ¿A quién le importa entender? Entender implica pensar y, ¿quién quiere pensar cuando se puede simplemente ver? ¿qué importa la comprensión cuando la pantalla te da la información ya masticada y casi digerida? El niño se conectaba a la televisión como los comatosos se conectan a la sonda que los alimenta. ¡Qué hermosos colores muestra la pantalla! ¡Qué formas tan llamativas! ¿Qué importa que el mundo alrededor se esté cayendo en pedazos mientras la televisión siga transmitiendo? ¿Qué importa que afuera la tormenta se desate con toda su furia y que las paredes tiemblen con cada relámpago, si la televisión dice: 'no se levanten de sus asientos porque aún hay más'?
El niño seguía sentado frente a la televisión mientras afuera llovía. Tenía que levantarse para comer, pero ¿qué comer? En la pantalla una joven de facciones finas y un cuerpo no más ancho que una escoba decía que la Sopa X es la más deliciosa y saludable, bastaba con ver la cara de placer que ponía al llevarse la cuchara a la boca. De modo que el niño va a la cocina (aunque sin despegar los ojos de la pantalla) y prepara en el microondas la sopa anunciada, la cual está lista tan rápido que ni siquiera tiene que cansarse estando de pie. Luego, sopa en mano, el niño regresó a su lugar. No importa que no le parezca que la sopa no es deliciosa en realidad y que incluso sospeche que su dolor en los riñones y en la boca del estómago tenga algo que ver con el consumo de la sopa, porque en la pantalla eso no pasa. Seguramente debe ser otra cosa.
Así, el niño aún frente a la pantalla se sumerge en el letargo de la confianza en lo que ha visto, aplicando aquello de 'ver para creer', aunque lo que se ve no sea precisamente de lo más creíble. Pero afuera la tormenta sigue y los relámpagos retruenan, hasta que golpean el generador y la pantalla se queda negra. Y el niño se enfrenta entonces a algo que no había tenido que soportar en sus 35 años de vida: el silencio (que el televisor eliminaba) y la reflexión (que el televisor exterminaba antes incluso de que comenzara a gestarse). Y con la reflexión le viene el miedo, porque comienza a intuir lo que ha sido de él en los últimos 35 años.
Y el niño que había estado sentado frente al televisor se puso de pie y comenzó a dar vueltas por la habitación, esperando que el pánico no llegara. Pero llegó y lo acompañaba la crisis. No hay nada que ver en la pantalla y nada que llene el vacío de las imágenes. Y para el niño eso implica que no hay nada. Así que decide salir a caminar, algo que nunca antes había hecho pero que es preferible a estar en la oscuridad de la sala, donde se corre el riesgo de pensar.
El niño va caminando por la solitaria calle (son las 8 y la telenovela estelar se está transmitiendo en este mismo instante) y al ver a su alrededor se sobresalta. Ve una multitud de maniquís frente a las pantallas y se da cuenta de que los otros niños sentados ante el televisor son como él: obesos y cadavéricos, aunque sus cuerpos hayan vivido 4 o 67 años; todos son niños sentados frente al televisor, educados por él y enamorados de él. Y piensa: '¿Cuánto tiempo hemos vivido así? ¿Cuánto tiempo podemos vivir así? ¿Cuánto...?' Y entonces se detiene en seco. Se da cuenta de que está pensando, reflexionando y, aún más, se está asustando de lo que ve. Suelta un grito de sorpresa tan intenso que los demás despegan la mirada de la televisión por un momento para verlo y él, a su vez, voltea a ver a los demás niños y los ve como lo que son: viejos cuerpos deteriorándose y envejeciendo con cerebros tan infantiles como la primera vez que fueron puestos frente a una pantalla. Niños idiotizados en cuerpos adultos, cadáveres y calaveras que encierran mentes que nunca llegarán a madurar. 'Con que esto es pensar' dice en voz alta el individuo de 35 años y lanza un segundo grito aún más sorprendido e inlcuso horrorizado cuando se da cuenta de todo lo que el concepto de pensar implica (empezando por la palabra concepto) y esta avalancha de pensamientos lo sobrepasa. El hombre se queda en medio de la calle, convertido en una estatua de sal, hasta que empieza a llover y la sal se disuelve y se va calle abajo, hacia la alcantarilla.
Y los niños sentados frente al televisor hace un rato que volvieron su atención a la pantalla.
Junio del 2007. Reservados todos los derechos


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martes, 20 de noviembre de 2007

プリンスデラロサ


Érase una vez, hace mucho tiempo, había una pequeña princesa y estaba muy triste porque se había quedado sola.
Ante la princesa apareció un príncipe viajero montado sobre un caballo blanco. Tenía porte real y una amable sonrisa. El príncipe abrazó a la princesa envolviéndola en escencia de rosas y gentilmente bebió sus lágrimas de sus ojos.

"Pequeña" le dijo "¿quién puede resistir solo este profundo pesar? Nunca pierdas esa fuerza y nobleza, aún cuando crezcas. Te doy a ti esto para recordar este día. Nos volveremos a ver. Este anillo te guiará hasta mí algún día."
Quizás el anillo que le dio el príncipe era un anillo de compromiso...
Hasta aquí todo bien, pero quedó tan impresionada por él que la princesa juró que se volvería un príncipe algún día. ¿Pero fue realmente una buena idea?